Acercas la mano, tocas el agua, te refrescas. Notas el agradable masaje que te regala el movimiento y la fuerza del agua. Juegas un poco con la corriente, salpicas, te entretienes con las burbujas, las gotas, el agua se cuela entre los dedos, la impulsas con la palma, desvías la corriente, el agua salta por encima de la mano, la rodea, se acarician río y mano. Puedes cerrar los ojos e imaginar cualquier cosa. Te sumerges en el placer de tocar el río o en la relajación de dejar que el río te toque.
Pero cuando cierras la mano, no puedes llevarte ni un poquito. Tan pronto sacas la mano, por rápido que lo hagas, por mucha decisión que pongas, el río sigue allí, exactamente igual que antes. Como si nunca lo hubieras tocado. Te acercas de nuevo, sumerges tu mano, vuelves a empaparte de la vida del agua, pero al sacar la mano sólo quedan restos de humedad... y el río... como si nada. Los surcos en el agua que se formaban al acariciarla, desaparecen en el instante de quitarla. Los círculos que se dibujan en la superficie, se alejan y se desvanecen.
Como cuando te acercas a alguien, quien te llena con sólo su proximidad, su atención, su mirada. Y cuando vuelves a ti mismo, sólo tienes un dulce recuerdo, un poco de agua en la mano, y la triste incertidumbre de que quizás, nunca tengas más que eso. La frustración de que quizás no hayas influido en nada en esa corriente de agua, más que desviar unos instantes algunas gotas. La desesperanza de pensar que quizás, el río no te espere de nuevo. El vacío de creer que quizás nunca seas lo suficientemente importante como para atraer el curso del agua.
A veces, intentar acercarte a alguien puede ser tan incierto, tan frustrante y tan desesperante como intentar llevarte con la mano un trozo de río. Una vez en mi vida, fui ese río. En dos ocasiones, la mano. Ojalá, nunca más.
(Las personas tenemos la capacidad de ser distintos a los ríos: podemos cambiar nuestro curso a voluntad. Usemos esa capacidad, especialmente cuando una mano se acerca a tocarnos.)
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