18 de marzo de 2011

A la luna...

A la luna... hay que quererla. Hay quien no la ve nunca, hay quien la ve con indiferencia.

A mi me suele emocionar con frecuencia. Porque tengo costumbre de buscarla cuando voy por la calle, a ver qué cara trae. Por las noches es más fácil encontrarla o acordarse de ella. A veces, sin buscarla, la veo allá arriba, delante de mi y me alegro por el encuentro fortuito. Me encanta verla por el día, como fuera de su hábitat natural y preguntarle ¿qué tal estás, cómo tú por aquí a estas horas?

Verla llena, redonda, siempre es hermoso. Pero hay que admirarla en todas sus formas, como cuando sólo se dibuja un fino arco, como una uña. Verla salir a primeras horas de la noche cuando está llena, desde Alicante puedes verla salir por el mar, roja, gigante, no parece ella. Pero a los pocos minutos, vuelve a su estado, como si te dijera "soy yo, me ves? estoy aquí, como siempre". Tranquila, serena, blanca.

Si estoy en la montaña me incomoda echarla de menos. Si no la veo, no sé si es que ya se fue o todavía no ha llegado y no me gusta. Me encanta pasear por la montaña iluminado sólo por su luz. Me encanta ver cómo atraviesa el cielo con el paso de las horas, cómo coquetea con miles de estrellas, pasando por delante de las constelaciones.

A veces es más tímida y se esconde entre nubes. Esas noches no le apetece ser protagonista y deja que sean las nubes las que dibujen en el lienzo de la noche figuras, texturas y colores. Pero es ella, siempre es ella, la que está ahí, variante y estática a la vez.

Algún día volveré a tener alguien dentro de mi abrazo con quien pasar horas observando a la luna. Mientras, seguiré en las nubes, cerca de ella.

Mágica. Con lo grande que es el Universo, este pequeño planeta azul tiene la inexplicable suerte de tener dos cosas: A nosotros y a la Luna.